martes, abril 15, 2008

Un héroe de barrio - Elvira Lindo

Por dar un poco de vida a este blog, un artículo estupendo que suscribo al cien por cien.
Por cierto, el cine Moratalaz desapareció hace años.

Un héroe de barrio

Elvira Lindo 13/04/2008

Los fanáticos son más felices que los moderados, sea cual sea la ideología en la que está instalado su fanatismo. Esta afirmación forma parte de un estudio sobre la felicidad publicado en The Economist. Lo comparto absolutamente. Moderado es la palabra basura del diccionario político. El militante de izquierdas tenía (y tiene) por costumbre despreciar a los moderados; el de derechas pensaba (o piensa) que los moderados de izquierdas querían robarle su espacio natural. El moderado fue, y sigue siendo, el payaso que se lleva las bofetadas. Ya no digamos en el mundo de la cultura, donde cualquiera se define a sí mismo como un radical. Transgresor es la palabra clave. La pregunta eterna es: ¿cómo puede uno definirse a sí mismo como transgresor y que no se le caiga la cara de vergüenza? La respuesta está cada mañana al abrir el periódico, donde el lector se topa, sobre todo en las secciones de cultura, con varios autodefinidos transgresores. Al autodefinido transgresor nadie le pregunta cómo se compagina semejante transgresión con el estar enrocado, como un mejillón, a la cultura oficial y a la rebeldía subvencionada. Nadie le dice: "¿A usted no le parece sospechoso que su transgresión entusiasme a todo el mundo?". Ah, pero es que ese "todo el mundo" que asiste embobado a los espectáculos del transgresor también quiere sentirse parte de la parroquia transgresora. Todo esto, en fin, es muy antiguo. Hay más cosas en ese estudio que dan que pensar. Por ejemplo, la teoría de que los padres son más felices cuando cuentan las hazañas de sus hijos que cuando hablan con sus hijos. Es decir, que cuando disfrutamos verdaderamente de la vida es en ese momento en que, dejando en casa a unos niños gordos y felices, nos vemos libres de ellos al menos durante unas horas. La verdad duele: si los padres hablan sin parar de sus hijos durante una cena con amigos, no están probando su nostalgia, sino su felicidad. O tal vez sea que la infancia de los hijos se disfruta menos en el presente que en el recuerdo. A costa de engordar el mito de la cercanía y la comunicación entre padres e hijos, los padres de mi generación hemos vivido agobiados, llenos de culpabilidades, y hemos creado un pequeño ejército de reprochadores, que a la mínima sacan a relucir aquel día en que no fuiste a verle hacer de árbol en el belén viviente. La generación de mis padres fue infinitamente más feliz en ese sentido. Los niños aún nos pasábamos el día en la (puta) calle y las madres vivían en constante felicidad hablando sobre sus hijos con otras madres. Confieso que yo también me intenté apuntar a la generación del reproche hasta que comprobé que a mi padre el reproche no le hace mella: él lo hizo, no bien, superlativamente bien. Yo soy el resultado. Juzguen. A lo que iba, dado que los pensamientos establecen lazos caprichosos, el estudio sobre la felicidad de los padres me condujo a mis propios recuerdos, que son fundamentalmente callejeros. Los pasos del recuerdo me llevaron a esos viernes en los que mi mamá y las mamás de mi barrio disfrutaban de la vida gracias a que un cine de proporciones granvíescas, llamado, sin tonterías, cine Moratalaz, albergaba a cientos de niños que nos tragábamos la sesión doble, con un entusiasmo que muchas veces no estaba relacionado con la película en sí, sino con el nivel de escandalera que una chorrada que apareciera en la pantalla despertara en ese público gritón y gregario. De todas formas, a veces se hacía el silencio. El silencio de los niños es el más tremendo de todos los silencios porque, amando como aman el ruido, sólo renuncian al bullicio cuando algo les trastorna, les emociona o les atemoriza. A veces, digo, se hacía el silencio. Uno de esos silencios memorables lo provocó El planeta de los simios, que vi varios viernes, porque ésa era otra, las películas se repetían. ¿Y qué? La pesadilla del coronel George Taylor en aquel mundo dominado por unos simios rencorosos nos encogía el corazón y volvíamos a casa dominados aún por la poesía de ese final en el que Charlton Heston encuentra la estatua de la Libertad semihundida en la arena de la playa. Es ese tipo de argumentos que vuelven a los niños filósofos, y habría que estar ahí para testificar lo que sale de esas cabezas conmovidas. Ése es mi gran recuerdo, compartido con tantos, del actor de mandíbula poderosa y envergadura de héroe de otro tiempo. Era el hombre que provocaba desazón a los niños, pero también una íntima esperanza de que en sus manos la humanidad se salvaría de su desastre. Si ese hombre hubiera muerto en los primeros setenta, se le habría recordado por eso y por ser un activista de los derechos civiles de los negros; si hubiera muerto en los noventa, por eso y por liderar la defensa de las armas de fuego (que aquí tienen una connotación cultural sobre la que habría que escribir alguna vez en serio), pero ha muerto después de que el megalómano de Michael Moore le faltara al respeto en su triste vejez desmemoriada. Todo para alegría de miles de pacifistas del mundo que, en su versión más fanática, entendían que la falta de piedad está justificada si se trata de defender la causa. Definitivamente, la felicidad es cosa de fanáticos y puede ser el sentimiento más cruel.

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