jueves, abril 19, 2007

Faemino y Cansado y El Fary

Ayer viendo la tele ví cómo un presentador metía la pata hasta el fondo, anunciando en directo la muerte de El Fary. Para colmo, estaban allí Los Chunguitos, que dedicaron su actuación al cantante.




Esto me hizo recordar a los más grandes del humor español en la actualidad, a los que sigo desde que actuban en el Retiro, allá por el principio de los 80. En el minuto 5.00 encontraréis la coincidencia...

lunes, abril 09, 2007

Keith Richards

El caníbal

DIEGO A. MANRIQUE 09/04/2007

Keith Richards cumple maravillosamente con su papel. Y ha vuelto a armarla: alardeó de esnifar las cenizas de su padre -convenientemente mezcladas con cocaína- y la revelación rebotó por todo el planeta. El escándalo ha sido general, excepto en el Amazonas. Allí, los indios yanomami todavía hacen uso sacramental de los restos calcinados de sus parientes, aunque ellos prefieran ingerirlos en un caldo. La coartada antropológica no le vale a la Disney, que se ha apresurado a eximir a Richards de las labores promocionales de la próxima entrega de Piratas del Caribe, donde encarna al padre de Jack Sparrow. Deberíamos dar las gracias a Keith: en una semana árida en noticias, ha proporcionado inspiración a los opinólogos, que se han cebado en su acto de amor filial. Los comentarios han sido feroces: niños terribles del columnismo y novelistas con vocación de meapilas coinciden en vapulear a un músico provocador. Aun sabiendo lo barato que resulta ensañarse con alguien que nunca leerá esos insultos, asombra el odio visceral que rezuman esas líneas. Un odio que les permite saltarse los límites de lo humanamente correcto. Los Rolling Stones, nos informan, son feos, ancianos, patéticos.

Curioso: nadie vitupera públicamente a actrices antaño bellas que siguen profesionalmente activas. Estos mismos expendedores de certificados de vitalidad no tendrán inconveniente en celebrar en 2008 los 100 años del cineasta Manoel de Oliveira si todavía sigue rodando. El edadismo es más insidioso que el sexismo o el racismo: se aplica según las fobias particulares.

¿Son patéticos los Stones? Cuando salen de gira, baten récords de asistentes y recaudación. Incluso entre sus colegas más jóvenes, despiertan pasmo y envidia. Si los han visto actuar recientemente, ya saben que no merecen chistes fáciles sobre geriátricos: cualquiera firmaría por tener, con 63 años, la flexibilidad y la energía de un Mick Jagger. Obviamente, ya no son esenciales para la evolución de la música popular pero sí demuestran pundonor: suelen salir de gira con un nuevo disco bajo el brazo y un show efectivo. Hay otros flancos por los que se puede atacar a los Stones. Por ejemplo, su desdén imperial por los paganos: fue miserable la forma en que anularon sus conciertos de 2006 en España. Son las consecuencias de vivir en una burbuja. No hay que perder de vista las circunstancias en que Keith realizó sus declaraciones: hablaba con el New Musical Express, semanario actualmente destinado a un público muy juvenil, que hasta incluye pegatinas o pósteres.

Allí, Richards ejerce de Tremendo Abuelo Cascarrabias. Y no sólo cuando presume de experiencias: desprecia a la última quinta de grupos británicos (Libertines, Artic Monkeys, Bloc Party) con la misma miopía que exhibió cuando minusvaloró a los punkies del 77. Por mucho que se pretenda el Lord Byron del rock, ahora se parece a esos ex militares coloniales que se desahogan contra la sociedad contemporánea escribiendo cartas airadas al Times. No, eso es injusto: ellos sólo esnifaban rape pero algunos, en lejanas tierras, hicieron mayores barbaridades que cualquiera de las protagonizadas por Richards.

Enric Gonzalez

El fútbol es un lenguaje. Y en el calcio nadie domina ese lenguaje mejor que el Roma. Es una cuestión de estilo: la precisión con que la nube de centrocampistas desarrolla el diálogo; la riqueza del monólogo interior que se lee en Totti, participe o no en el juego; la fluidez sintáctica en situaciones espesas. También es cuestión de inventiva: un equipo sin ariete es un equipo sin desarrollo lineal, obligado a renunciar a la sencillez argumental y a moverse en espirales. El técnico, Luciano Spalletti, no se asemeja en nada a Julio Cortázar. Su fútbol, sin embargo, luce las hechuras de Rayuela.

Para Spalletti, el balón es como La Maga de Rayuela: un elemento imprescindible, porque lo inspira todo, pero no siempre visible. El movimiento de la nube de centrocampistas (Pizarro, De Rossi, Perrotta, Totti) se basa en el código del prestidigitador. Los dedos nunca son más rápidos que la vista, y los futbolistas no son más rápidos que el balón. Pero es hermoso creerlo. El truco consiste en desviar la atención: cuando la pelota está aún atrás, entre los pies de Pizarro, el espectador ya mira hacia delante, hacia esos tipos que se cruzan en diagonal, tratando de adivinar la carambola. La defensa rival, como el espectador, se distrae por un segundo. Por eso el balón parece llegar de ninguna parte al lugar menos previsto. A veces no pasa nada. Pero todo pasa muy rápido. Eso es el Roma.

El Inter es una conciencia atormentada, una redención imposible. Tiene de su parte la razón y actúa con la mejor voluntad. Desarrolla un juego de factura clásica, amplio, de gran respiración. No pierde nunca. El scudetto ya es suyo. Como en Crimen y castigo, sin embargo, el principal protagonista del calcio es perseguido por una sombra. Como Raskolnikov, el Inter creyó hacer justicia acabando con un personaje mezquino y corruptor (la vieja usurera sería en este caso el Juventus de Luciano Moggi). Ahora se descubre obsesionado por la Juve, a la que en cierta forma ha suplantado. Aún no sabemos cómo, pero sabemos que la novela interista desemboca en un purgatorio siberiano.

El Milan es un texto larguísimo, inacabado, crepuscular, en el que los vestigios de un pasado glorioso conviven con un proyecto indefinido. En su novela se desconoce el argumento, se reflexiona sobre la modernidad y se añora un tiempo mejor mientras se busca el futuro. Hasta los héroes jóvenes, como Kaká, padecen la erosión de la nostalgia. Las joyas de Milanello relucen con la tristeza dorada de un baile austrohúngaro. El técnico Carlo Ancelotti posee algo similar al mejor novelón infumable de todos los tiempos: El hombre sin atributos, de Robert Musil.

El Lazio ya es tercero. Nadie se explica el portento de una narración espléndida trenzada con mimbres toscos. Comenzó con puntos de penalización, es un club técnicamente en la ruina, la grada pita al presidente y no hay forma de disipar la imagen de institución filofascista. A falta de otra explicación convincente, debe ser cosa de talento. Como Las hijas de Rebeca: Dylan Thomas, un genio borracho, escribió para el cine la historia de unos rebeldes galeses disfrazados de mujer; la historia no se filmó (hasta mucho más tarde, y mal) y el artefacto quedó en el aire, colgado de su propia magia. El Lazio y sus bucaneros son Las hijas de Rebeca: una extraña delicia.

miércoles, abril 04, 2007

Variaciones Goldberg



Glenn Gould - El arte de la variación

AGUSTÍ FANCELLI - EL PAIS - 4 de abril de 2007

Glenn Gould fue un artista singular por muchos motivos. Entre ellos, por el apego que profesó por una forma musical específica: el tema con variaciones. Es significativo que sus cerca de 60 registros se enmarquen entre las dos célebres versiones de las Variaciones Goldberg, abordadas a distancia de 26 años. El artista canadiense no volvía nunca a una pieza, una vez grabada. Para él, el disco era obra acabada. Precisamente, las ventajas creativas que ofrece el estudio sobre la sala de cocierto es la posibilidad del "recorta y pega", de editar la versión, de modificarla cuantas veces convenga hasta dar con el resultado más satisfactorio. Gould fue muy criticado por su temprana retirada de escena y su dedicación exclusiva a la industria discográfica: es más, se entendió esto como una estrategia publicitaria y para nada se reparó en el calado artístico de su decisión, por más que el pianista lo argumentara una y otra vez en sus escritos. Simplemente, le parecía más serio y riguroso el trabajo recogido en el estudio que la exhibición acrobática sobre la escena. El éxito no le interesaba, le interesaba el legado que podía dejar a las generaciones siguientes. Gran parte de su público no se lo perdonó.

Pero, ¿por qué esa predilección por el tema con variaciones y por qué en el caso de las Goldberg hizo la excepción? Bueno, el tema con variaciones es la forma primigenia de la música, la más sencilla, la que remite más directamente a su estructura intrínseca basada en la repetición, el mecanismo que la convierte en comprensible y reconocible al oído humano. Si la forma sonata, que se impone en el clasicismo, es narrativa y parece prestada de la literatura (finalmente es la traslación al papel pautado de la secuencia planteamiento-nudo-desenlace, convertida en exposición-desarrollo-reexposición), el tema con variaciones remite a la propia estructura musical, pues se trata de alterar ora uno ora otro de los componentes de una secuencia dada: la tonalidad, el modo, el tiempo, la armonización, el timbre, la melodía, etcétera. Por supuesto, a veces el reconocimiento del tema es prácticamente imposible, pero siempre está ahí. Es finalmente minimalismo: modificaciones sucesivas de un tema que queda diseccionado en todos sus recursos.

Este proceso a Gould le fascinaba. Y si abordó las Goldberg, una de las cumbres absolutas del género, cuando tenía poco más de 20 años y luego ya cerca de la cincuentena, fue porque sin duda consideró que el factor edad constituía otra posible variación de la obra. En cierto modo, era introducir el tiempo (la relatividad) en la obra: no el de la ejecución, sino el de la perspectiva que dan los años. Y en la última versión se permitió una significativa inversión de todo el proceso: grabó el tema inicial después de haber pasado por las 30 variaciones. El tema pues no como generador, sino como agujero negro que contiene todas las variaciones posibles, toda la energía desprendida. Una lección fascinante.

Glenn Gould

El enigma de un pianista revolucionario

"Lo que ocurre entre mi mano izquierda y mi mano derecha es un asunto privado que no le importa a nadie". Así zanjaba Glenn Gould en 1974 la pregunta del periodista Jonathan Cott sobre la célebre postura que adoptaba frente al piano. Flexionado como un feto en el útero materno, Gould (Toronto, 1932-1982) se sentaba sobre una silla de madera paticorta (construida para él por su padre) que dejaba su nariz a ras del teclado.

Encorvado, siempre ensimismado, canturreando, el pianista canadiense rompió con su excéntrica personalidad las leyes que hasta entonces marcaban la pauta estética -y escénica- de los concertistas. Subía al escenario con el frac arrugado bajo una -o varias- bufandas, abrigo y mitones. Dejaba sus manos a remojo durante veinte minutos antes de tocar y siempre evitaba el contacto físico (a lo Howard Hughes) con extraños. Huía de la fama, de su público, y sólo encontró respiro en las herméticas salas de grabación. Pero sus salidas de tono, su adicción a las pastillas y su patológica fobia a lo extraño sólo son parte del culto a la personalidad de uno de los pianistas más intensos y brillantes de la historia, un hombre escurridizo y errático, que plantó cara a las tradiciones y cuya versión de Las variaciones Goldberg de Bach (más allá de ser la pieza predilecta de los banquetes de casquería del caníbal Hannibal Lecter) es un hito del siglo XX. Dos nuevos libros -la biografía Vida y arte de Glenn Gould, escrita por Kevin Bazzana y publicada por Turner, y Conversaciones con Glenn Gloud, de Jonathan Cott, editado por Global Rythm dentro de su colección PoliRitmos, en la que está previsto publicar el próximo otoño la correspondencia del pianista- indagan en la compleja personalidad de Gould. Su muerte prematura, a los 50 años, y su repentina retirada de los escenarios, a los 34, contribuyeron notablemente a agrandar su leyenda. Sobre su retirada, él explicó que tenía que ver con su negativa a entrar en el espíritu competitivo que esconde todo virtuosismo exhibicionista. Un derrame cerebral, provocado por una infección mal atendida, causó su imprevista muerte días después de su cumpleaños. Los médicos no se alertaron: Gould llevaba años con dolores de cabeza, resfriados y males menores para los que se automedicaba de manera compulsiva. Ya entonces la figura de Gould estaba rodeada de leyendas y desconcierto. Su psiquiatra, Peter Ostwald, explicó que su personalidad, aunque no se podía catalogar, tenía muchos elementos del síndrome de Asperger, una variante del autismo en la que confluyen una sensibilidad extraodinaria para los estímulos sensoriales con actitudes obsesivas en la rutina y una fobia acusada a todo acto social. Jonathan Cott (autor de la biografía de Bob Dylan On the sea of memory) habló con Gould durante varias ocasiones a lo largo de 1974. Gould tenía entonces 42 años y vivía retirado de la vida pública, sumergido en sus grabaciones de estudio. Todas las conversaciones con Cott se mantuvieron por teléfono (aparato que Gould adoraba) y en ellas se trasluce la erudición del músico, sus manías y sus gustos. "Duermo con la radio puesta. De hecho, desde que dejé el Nembutal soy incapaz de dormir sin la radio", le confiesa en un momento al entrevistador para luego explicarle que no entiende a la gente a la que le molestan los ruidos de fondo: "La radio me permitió superar un bloqueo mental con el Opus 109, de Beethoven. Me resulta imposible entender a la gente a la que le molestan los hilos musicales. Yo me pasaría la vida subiendo y bajando en un ascensor. Por sosa que sea, no me molesta. No discrimino". Escuchando la radio, Gould descubrió a Petula Clark y a los Beatles. Adoraba a la cantante del sur de Inglaterra y le horrorizaba el cuarteto de Liverpool. Según Kevin Bazzana la leyenda de Gould está llena de exageraciones. Su negativa a estrechar la mano en realidad sólo era con los desconocidos por miedo a alguna fractura (los peores, según llegó a contar Gould a un amigo, eran los jóvenes y los hombres de baja estatura). Lo cierto es que los demonios internos le acechaban desde niño y el rechazo a lo extraño no era una farsa. Gould, que sólo tuvo dos profesores de piano -su madre y el chileno Alfonso Guerrero, a quien dejó el día que consideró que ya no tenía nada más que aprender de él- vivió una vida ermitaña y monacal. "El ego de Gould era tan frágil como resistente", escribe Bazzana. Y su influencia en generaciones posteriores definitiva, añade el biógrafo que citando a otro mito, Herbert von Karajan, concluye: "Su estilo abrió el camino del futuro".


martes, abril 03, 2007

¿La mejor portada de la historia?

La portada eterna

Hoy hace 40 años que los Beatles posaron para el álbum 'Sgt. Pepper's', cubierta que sirvió como confluencia entre el rock y el arte

DIEGO A. MANRIQUE - Madrid - 31/03/2007

El 31 de marzo de 1967, los Beatles posaron en la sesión fotográfica que completó la portada del álbum más famoso del pop: Sgt. Pepper's lonely Hearts Club Band. La cubierta de los discos, que apenas había servido hasta entonces como envoltorio, se convirtió en ese momento en un elemento deliberado de expresión artística. Peter Blake y Jann Haworth, autora del artículo que figura al pie de esta página, crearon esta pieza clave del arte pop británico, la portada más parodiada de la historia, la que aclara el genio creativo de los Beatles, conscientes de su posición como referentes del arte en los sesenta. Su desafío iba más allá de la música. Ningún grupo ha tenido tanta capacidad para marcar tendencias y representar a su generación.

Fue toda una novedad: un artista reconocido trabajaba para un grupo pop de primera línea. Además, Peter Blake no era admirador de los Beatles: prefería el jazz y voces genuinamente estadounidenses como los Four Freshmen o los Everly Brothers. Pero el Londres de los sesenta se pretendía una reedición de la Florencia renacentista y la aristocracia pop tenía ínfulas de Medici: Paul McCartney había encargado un cuadro a Blake en 1966.

A pesar del tópico que atribuye a John Lennon el papel del "Beatle intelectual", quien se introdujo en los círculos vanguardistas fue McCartney. Su cicerone, Robert Fraser, dirigía una galería donde Paul conectó con Blake, Warhol, Antonioni, Claes Oldenburg o Richard Hamilton (que diseñaría otra funda revolucionaria, la del doble blanco que los Beatles sacaron al año siguiente). Fraser y McCartney concibieron la portada de Sgt. Pepper's lonely Hearts Club Band como un santoral de figuras definitorias del siglo XX (más algunas del XIX). Con su disco más complejo, los Beatles se hacían un nicho en la historia: se reconocían herederos de actores, escritores, políticos, deportistas, cómicos. Trascendían la categoría de músicos: su pasado como ídolos juveniles estaba representado por sus figuras del museo de Madame Tussaud; los únicos cantantes seleccionados eran Bob Dylan y Dion.

Sobre la envoltura ya trabajaba The Fool, un flipado colectivo holandés que había conquistado el favor de los Beatles: aparte de la funda doble, Sgt. Pepper debía incluir un recortable y -gran novedad- las letras. Fraser sugirió que necesitaban alguien capaz de ir más allá de una portada a la moda. Alguien como su representado, Peter Blake. También entró en el proyecto la entonces esposa de Blake, Jann Haworth. Michael Cooper, otro colega de los Stones, se encargaría de fotografiar el resultado.

Blake aceptó el reto: "No había mucha inventiva en aquel campo. Estaba el dibujo de Klaus Voormann para Revolver, pero la mayoría de las portadas no eran interesantes, los Everly Brothers sentados en una Lambretta y mirando hacia atrás". Blake nunca había hecho portadas de discos profesionalmente. Admiraba los estilizados diseños del sello Blue Note y se sentía ajeno a la psicodelia: rechazaba el LSD y demás drogas del momento.

Se pidió a cada Beatle una lista de 10 personajes. Ringo Starr ni se molestó en responder. George Harrison apuntó varios gurús hindúes. John Lennon solicitó imágenes de Hitler, Jesucristo y Ghandi... que fueron vetadas por la discográfica; sí se le admitió Karl Marx, el perverso Aleister Crowley y varios escritores desdichados como Wilde y Poe. McCartney exhibió eclecticismo: de Stockhausen a Fred Astaire, pasando por William Burroughs.

Quedaba mucho hueco; Blake, Haworth y Fraser añadieron sus favoritos. Eso explica la abundancia de artistas visuales y celebridades estadounidenses, como el humorista W. C. Fields. No faltaban pin ups de Vargas y Petty. Fraser hasta introdujo a un amigo, el novelista Terry Southern.

El 30 de marzo de 1967, los Beatles y asociados se juntaron en Londres para materializar la foto. Se vistieron como una banda del Ejército de Salvación, con fantasiosos uniformes confeccionados por Manuel Cuevas, sastre de Nashville. Frente a las fotos ampliadas y silueteadas, destacaban los maniquíes y nueve estatuas de cera, incluyendo la de Sonny Liston, ex campeón de los pesos pesados; la selección tenía cierta inclinación por los perdedores. Todo se desarrolló con rapidez y los Beatles pudieron volver a Abbey Road, donde remataban With a little help from my friends. Un inconveniente: varios personajes fotografiados no habían dado su aprobación.

Todos se consideraron honrados, aunque Mae West protestó levemente: todavía se creía una bomba sexual y no se imaginaba relacionada con un "club de corazones solitarios". Leo Gorcey, actor infantil en los años treinta, exigió 400 dólares de compensación y se le borró de la portada: EMI controlaba la bolsa y no se distinguía por su generosidad.

Peter Blake siempre se ha quejado de la tacañería con que fue pagado su trabajo más celebrado. De hecho, ha llegado a exigir dinero por hablar sobre Sgt. Pepper. Moralmente, sí hubo recompensas: la portada recibiría un grammy, uno de los pocos premios que la Academia otorgó a obras de los Beatles. Su impacto fue inmenso: en 1968, ya era parodiada por Frank Zappa, para un corrosivo disco de Mothers of Invention, We're only in it for the money. Lo firmaba Jerry Schatzberg, fotógrafo neoyorquino que había travestido a los Rolling Stones para una carátula. Luego, el diluvio. Son centenares los collages -para discos, libros, revistas, murales- que han recurrido a variaciones sobre Sgt. Pepper.

También late la polémica sobre cómo repartir la autoría entre Blake y su ex mujer. Lástima que no podamos contar con la versión de Robert Fraser: el galerista, que conoció la vida peligrosa con los Stones, murió de sida en 1986.

Diego A. Manrique

La larga cola

DIEGO A. MANRIQUE 02/04/2007

Mea culpa. Hablando con el director de una multinacional, me lancé a sermonear: "Os negáis a aceptar que se agotó vuestro modelo de negocio". La conversación terminó pocos segundos después. No se menciona la soga en la casa del ahorcado.

En verdad, no quería dar otra muestra más de mi conocida falta de delicadeza. Más que regodearme en el próximo fin de su estilo de vida -coche con chófer, gastos ilimitados, generosas bonificaciones- pretendía lanzarle la famosa idea de La larga cola y su aplicación al bisnes musical.

Si leen la prensa económica, sabrán que La larga cola es una teoría que popularizó Chris Anderson en un artículo para Wired. Lo convirtió luego en libro, The long tail, todavía inédito aquí. El subtítulo resume su argumento central: "Por qué el futuro de los negocios es vender menos copias de más productos".

Simplificando, La larga cola explica el éxito de iniciativas como Amazon, MySpace, eBay, Wikipedia, Google, iTunes. No prosperan por ofrecer productos o información de Britney Spears sino por posibilitar centenares de miles de nichos: agrupaciones de interesados en artistas oscuros, géneros minoritarios, subculturas más o menos frikis. Refleja, naturalmente, la creciente rebelión de consumidores que rechazan el imperio de los éxitos y los lanzamientos mayoritarios. Ellos actualizan el boca a oreja: blogs, comunidades virtuales, redes P2P.

No sólo abarca productos culturales; La larga cola también ilumina fenómenos como la compra de vuelos baratos o el turismo médico. Pero esa multiplicación de nichos se corresponde con la fragmentación de tendencias en la música popular. Así, dada la reducción de novedades en la radio, aumenta el rol de los canales alternativos; el boom de los Artic Monkeys obedecería a una campaña modélica. Ellos aseguran que no lo planificaron pero el regalar sus maquetas permitió que brotara en Internet una masa de seguidores que les consideraban un descubrimiento propio. Se repitió con Clap Your Hands Say Yeah o Lilly Allen, que han manejado filtros y agregadores.

Yo deseaba plantear al directivo hipersensible una hipótesis simplona: "Si ya no vendéis un millón de ejemplares de lo último de vuestra máxima estrella, deberíais aspirar a despachar mil copias de mil referencias".

Sospecho que no pueden hacerlo: se ha encogido su red de ventas física. Con su política de descuentos a las grandes superficies, han estrangulado a las tiendas especializadas. Ahora, los superalmacenes reducen el espacio reservado a la música; a veces, ni siquiera exponen los discos que reciben en depósito.

Estamos pasando del mercado de la escasez -de estanterías, de radiaciones, de cobertura mediática- al mercado de la abundancia, con Internet como descomunal Biblioteca de Alejandría y Rastro gigantesco. Eso sugiere la mercadotecnia de La larga cola: crear, distribuir y conectar con el cliente potencial. Puede ser un concepto-salvavidas o un espejismo más pero un hombre que se ahoga no desecharía probarlo.