El fútbol es un lenguaje. Y en el calcio nadie domina ese lenguaje mejor que el Roma. Es una cuestión de estilo: la precisión con que la nube de centrocampistas desarrolla el diálogo; la riqueza del monólogo interior que se lee en Totti, participe o no en el juego; la fluidez sintáctica en situaciones espesas. También es cuestión de inventiva: un equipo sin ariete es un equipo sin desarrollo lineal, obligado a renunciar a la sencillez argumental y a moverse en espirales. El técnico, Luciano Spalletti, no se asemeja en nada a Julio Cortázar. Su fútbol, sin embargo, luce las hechuras de Rayuela.
Para Spalletti, el balón es como La Maga de Rayuela: un elemento imprescindible, porque lo inspira todo, pero no siempre visible. El movimiento de la nube de centrocampistas (Pizarro, De Rossi, Perrotta, Totti) se basa en el código del prestidigitador. Los dedos nunca son más rápidos que la vista, y los futbolistas no son más rápidos que el balón. Pero es hermoso creerlo. El truco consiste en desviar la atención: cuando la pelota está aún atrás, entre los pies de Pizarro, el espectador ya mira hacia delante, hacia esos tipos que se cruzan en diagonal, tratando de adivinar la carambola. La defensa rival, como el espectador, se distrae por un segundo. Por eso el balón parece llegar de ninguna parte al lugar menos previsto. A veces no pasa nada. Pero todo pasa muy rápido. Eso es el Roma.
El Inter es una conciencia atormentada, una redención imposible. Tiene de su parte la razón y actúa con la mejor voluntad. Desarrolla un juego de factura clásica, amplio, de gran respiración. No pierde nunca. El scudetto ya es suyo. Como en Crimen y castigo, sin embargo, el principal protagonista del calcio es perseguido por una sombra. Como Raskolnikov, el Inter creyó hacer justicia acabando con un personaje mezquino y corruptor (la vieja usurera sería en este caso el Juventus de Luciano Moggi). Ahora se descubre obsesionado por la Juve, a la que en cierta forma ha suplantado. Aún no sabemos cómo, pero sabemos que la novela interista desemboca en un purgatorio siberiano.
El Milan es un texto larguísimo, inacabado, crepuscular, en el que los vestigios de un pasado glorioso conviven con un proyecto indefinido. En su novela se desconoce el argumento, se reflexiona sobre la modernidad y se añora un tiempo mejor mientras se busca el futuro. Hasta los héroes jóvenes, como Kaká, padecen la erosión de la nostalgia. Las joyas de Milanello relucen con la tristeza dorada de un baile austrohúngaro. El técnico Carlo Ancelotti posee algo similar al mejor novelón infumable de todos los tiempos: El hombre sin atributos, de Robert Musil.
El Lazio ya es tercero. Nadie se explica el portento de una narración espléndida trenzada con mimbres toscos. Comenzó con puntos de penalización, es un club técnicamente en la ruina, la grada pita al presidente y no hay forma de disipar la imagen de institución filofascista. A falta de otra explicación convincente, debe ser cosa de talento. Como Las hijas de Rebeca: Dylan Thomas, un genio borracho, escribió para el cine la historia de unos rebeldes galeses disfrazados de mujer; la historia no se filmó (hasta mucho más tarde, y mal) y el artefacto quedó en el aire, colgado de su propia magia. El Lazio y sus bucaneros son Las hijas de Rebeca: una extraña delicia.
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